El PRI en su ritornelo
Luis Linares Zapata
Una y otra vez, a lo largo de su periodo fuera de Los Pinos, el PRI encadena sus ambiciones a la angustia, ciertamente dominante en su cuerpo directivo, por retomar la posición de mando en el Ejecutivo federal. Cierto es que ya no concentran sus energías en mirar hacia su interior, tal como lo hacían en los dorados días de control casi absoluto de la actualidad nacional. Sin embargo, las oteadas que ahora lanzan alrededor están condicionadas por precisas intenciones de escalar posiciones, siempre con la vista puesta en los de arriba. Tienen clara conciencia de las estrecheces que les imponen las elites a las que ofrecen, sin cortapisas ni pruritos, sus variadas habilidades. Otro tanto les acontece al asimilar los amplios márgenes permitidos para las complicidades, una condición determinante, labrada por su cultura, para avanzar hacia las cúspides, tanto en la burocracia partidista como en la función pública.
Los priístas estelares se arropan con los usuales modos de atentos y distantes señores dispensadores de variados tipos de favores. A cambio esperan recibir subordinaciones voluntarias, discretos pagos en contante o, ya de perdida, manejables adherentes. Los puntos de contacto con la realidad los establecen a partir de los grandes intereses en el rejuego cupular y sus cláusulas contractuales, ya bien asentadas en sus genes y formación, devienen, por lo general, de los grupos de presión. Sólo por excepción sus valoraciones y actos decisorios apuntan hacia los íntimos anhelos o necesidades del pueblo llano. Aun en medio de toda esta parafernalia que los atosiga, los priístas se aferran a su inveterada renuncia de ceñirse a cualquier ideología o simple escala de principios que normen su actuación. Prefieren, en aras de la eficacia operativa, quedar a descampado sin importarles ser golpeados por los vaivenes de las cambiantes circunstancias. Se arriesgan, de manera cotidiana, a ser tipificados como una agrupación de identidad difusa, llena de atajos, sólo protegida por el útil reconocimiento de su ecléctico profesionalismo. Hay un dejo de orgullo personal y de grupo en tal actitud bautizada, por ellos mismos, con ribetes de modernidad.
La realidad, en cambio, ha ido mermando la alegada posibilidad del PRI para transformar su vetusta estructura organizativa. Menos aún incidir en la más ambiciosa historia de un México deformado por su injusto desarrollo. El liderazgo que presumen no se concreta en ideas atractivas ni programas arriesgados para acometer aventuras políticas de envergadura. Van negociando, parte por parte, pedazo a pedazo, en un ir y venir sin concierto abarcador que los guíe. La inminente sucesión de su dirigente fue una soberbia pieza de acuerdos cupulares so pretexto de unidad. Es extremadamente difícil predecir la conducta de los priístas ante los serios problemas cotidianos. No dan paso colaborador sin antes poner sobre la mesa, con taimado cálculo, sus pretensiones individualizadas o el negocio entrevisto para beneficio del grupo dominante. Pero, también, exigen, con todo el rigor de los silencios inconfesables, continuos perdones a los muchos infractores de su agrupación. La impunidad es, como destiló uno de sus pasados actores (MDLM) la invariable consecuencia de tales complacencias partidarias, el pegamento que sella los salvoconductos.
Los priístas tienen un signo distintivo, mismo que no han abandonado en su reciente devenir: asumirse como partido en el poder. No se visualizan como agrupación opositora. Son, en toda ocasión, los manipuladores de la política y se sitúan sobre todos los demás participantes que, a lo sumo y desde su perspectiva, ocupan lugares subsidiarios. Es por ello que no descansan hasta arroparse con toda la parafernalia que rodea a las elites de mando primigenio. Ante tal modo de verse, y creerse, cualquier exceso es inherente a dicha condición. Basta con leer el reportaje de su última reunión, la navideña que concitó Peña Nieto en la casa de gobierno de Toluca, para testificar el despliegue de recursos disponibles de los priístas más distinguidos. Aviones privados, helicópteros disponibles, numerosos guardias, cómodos vehículos, regalos a la acostumbrada usanza de los que merecen ser agasajados. Lo mismo sucede con las masivas cabalgatas organizadas para deleite de gobernadores enriquecidos o con pretensiones de estirpe legendaria. A su disposición quedan caballos de pura sangre, monturas labradas con incrustaciones de plata, atuendos distinguibles a cualquier lente curiosa que pueda hacerlos lucir para la foto de una ocasión memorable. Curiosa manera de recordar pasados improbables, álbumes sin registro serio, pero que los priístas decoran para mostrar un espíritu de cuerpo atascado en rituales vacíos. Una grosera manera de dispendio, el patrimonialismo consumado de un priísmo reacio a modificar sus atávicos impulsos de encaramarse sobre los recursos disponibles y hacerlo a descampado y sin recato.
El PRI no perdió las recientes elecciones estatales porque se coaligaron PAN y PRD, sino por sus infestadas estructuras de gobierno y pésimos mandatarios. Puebla, Oaxaca y Sinaloa son muestras de tales penurias. De similar manera como los errores panistas y perredistas los hicieron fracasar en Aguascalientes o Zacatecas. El crecimiento de la oposición en Hidalgo no se le puede achacar a las virtudes de una alianza, sino al caciquismo anquilosado y abusivo de los priístas locales. Los resultados en Veracruz, desde hace años, acusa una fatiga que sólo la impericia de sus rivales y la rampante ilegalidad de las autoridades han logrado que los priístas se perpetúen en el palacio de Xalapa.
El ofrecimiento ineludible del PRI para todas y cada una de las próximas elecciones, incluyendo la presidencial de 2012, es el de un ritornelo de sus pulsiones y personajes ya bien forjados en batalla. Una indeseable vuelta al pasado, la amenaza de más, mucho más de lo mismo. Nada hay en sus posturas, alegatos, candidatos y desplantes que permita imaginar una época transformadora y progreso de triunfar los priístas en las urnas venideras. Y eso a pesar del enorme coro de presagios levantado por sus difusores bajo consigna, con la pantalla de Televisa en la mera avanzada de sus ansias de retorno.
Los priístas estelares se arropan con los usuales modos de atentos y distantes señores dispensadores de variados tipos de favores. A cambio esperan recibir subordinaciones voluntarias, discretos pagos en contante o, ya de perdida, manejables adherentes. Los puntos de contacto con la realidad los establecen a partir de los grandes intereses en el rejuego cupular y sus cláusulas contractuales, ya bien asentadas en sus genes y formación, devienen, por lo general, de los grupos de presión. Sólo por excepción sus valoraciones y actos decisorios apuntan hacia los íntimos anhelos o necesidades del pueblo llano. Aun en medio de toda esta parafernalia que los atosiga, los priístas se aferran a su inveterada renuncia de ceñirse a cualquier ideología o simple escala de principios que normen su actuación. Prefieren, en aras de la eficacia operativa, quedar a descampado sin importarles ser golpeados por los vaivenes de las cambiantes circunstancias. Se arriesgan, de manera cotidiana, a ser tipificados como una agrupación de identidad difusa, llena de atajos, sólo protegida por el útil reconocimiento de su ecléctico profesionalismo. Hay un dejo de orgullo personal y de grupo en tal actitud bautizada, por ellos mismos, con ribetes de modernidad.
La realidad, en cambio, ha ido mermando la alegada posibilidad del PRI para transformar su vetusta estructura organizativa. Menos aún incidir en la más ambiciosa historia de un México deformado por su injusto desarrollo. El liderazgo que presumen no se concreta en ideas atractivas ni programas arriesgados para acometer aventuras políticas de envergadura. Van negociando, parte por parte, pedazo a pedazo, en un ir y venir sin concierto abarcador que los guíe. La inminente sucesión de su dirigente fue una soberbia pieza de acuerdos cupulares so pretexto de unidad. Es extremadamente difícil predecir la conducta de los priístas ante los serios problemas cotidianos. No dan paso colaborador sin antes poner sobre la mesa, con taimado cálculo, sus pretensiones individualizadas o el negocio entrevisto para beneficio del grupo dominante. Pero, también, exigen, con todo el rigor de los silencios inconfesables, continuos perdones a los muchos infractores de su agrupación. La impunidad es, como destiló uno de sus pasados actores (MDLM) la invariable consecuencia de tales complacencias partidarias, el pegamento que sella los salvoconductos.
Los priístas tienen un signo distintivo, mismo que no han abandonado en su reciente devenir: asumirse como partido en el poder. No se visualizan como agrupación opositora. Son, en toda ocasión, los manipuladores de la política y se sitúan sobre todos los demás participantes que, a lo sumo y desde su perspectiva, ocupan lugares subsidiarios. Es por ello que no descansan hasta arroparse con toda la parafernalia que rodea a las elites de mando primigenio. Ante tal modo de verse, y creerse, cualquier exceso es inherente a dicha condición. Basta con leer el reportaje de su última reunión, la navideña que concitó Peña Nieto en la casa de gobierno de Toluca, para testificar el despliegue de recursos disponibles de los priístas más distinguidos. Aviones privados, helicópteros disponibles, numerosos guardias, cómodos vehículos, regalos a la acostumbrada usanza de los que merecen ser agasajados. Lo mismo sucede con las masivas cabalgatas organizadas para deleite de gobernadores enriquecidos o con pretensiones de estirpe legendaria. A su disposición quedan caballos de pura sangre, monturas labradas con incrustaciones de plata, atuendos distinguibles a cualquier lente curiosa que pueda hacerlos lucir para la foto de una ocasión memorable. Curiosa manera de recordar pasados improbables, álbumes sin registro serio, pero que los priístas decoran para mostrar un espíritu de cuerpo atascado en rituales vacíos. Una grosera manera de dispendio, el patrimonialismo consumado de un priísmo reacio a modificar sus atávicos impulsos de encaramarse sobre los recursos disponibles y hacerlo a descampado y sin recato.
El PRI no perdió las recientes elecciones estatales porque se coaligaron PAN y PRD, sino por sus infestadas estructuras de gobierno y pésimos mandatarios. Puebla, Oaxaca y Sinaloa son muestras de tales penurias. De similar manera como los errores panistas y perredistas los hicieron fracasar en Aguascalientes o Zacatecas. El crecimiento de la oposición en Hidalgo no se le puede achacar a las virtudes de una alianza, sino al caciquismo anquilosado y abusivo de los priístas locales. Los resultados en Veracruz, desde hace años, acusa una fatiga que sólo la impericia de sus rivales y la rampante ilegalidad de las autoridades han logrado que los priístas se perpetúen en el palacio de Xalapa.
El ofrecimiento ineludible del PRI para todas y cada una de las próximas elecciones, incluyendo la presidencial de 2012, es el de un ritornelo de sus pulsiones y personajes ya bien forjados en batalla. Una indeseable vuelta al pasado, la amenaza de más, mucho más de lo mismo. Nada hay en sus posturas, alegatos, candidatos y desplantes que permita imaginar una época transformadora y progreso de triunfar los priístas en las urnas venideras. Y eso a pesar del enorme coro de presagios levantado por sus difusores bajo consigna, con la pantalla de Televisa en la mera avanzada de sus ansias de retorno.
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