El fondo de la cuestión
Gustavo Esteva
Como se esperaba, las marchas del 7 y el 8 de mayo resultaron impresionantes. Ciudadanos, grupos y organizaciones de los más diversos credos y orientaciones políticas mostraron su aptitud para expresar juntos su digna capacidad de transformar dolor, rabia e indignación en voluntad de cambio.
Hace un par de años, al reflexionar en este espacio sobre lo que estaba ocurriendo en el país, me sentí obligado a citar a Foucault:
“La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica.”
Se trata de algo peor aún. Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp. 94 y 95), en que los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente. [...] El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente […] y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente.”
Foucault labra así el perfil del monstruo jurídico, que “no es el asesino, no es el violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el pacto social fundamental”. De este gran modelo que identifica Foucault a fines del siglo XVIII “se derivarán históricamente… los innumerables pequeños monstruos” que pueblan el mundo desde entonces.
Estamos rodeados de esos pequeños monstruos. Los ulises, los peñanietos y los calderones nos han llevado a lo que parece un callejón sin salida. Su despotismo continuo, su arbitrariedad, su ceguera, han creado un estado de violencia permanente. Lejos de servir para desaparecer a los malhechores, su “estrategia contra el crimen” los ha multiplicado. Y ante nuestros reclamos dicen ciega y cínicamente que tienen la fuerza para continuar la “estrategia”. El diálogo, para ellos, se reduce a adoctrinarnos.
Cité a Foucault cuando la Suprema Corte discutía un dictamen sobre los hechos de Atenco –que mostraban ya la generalización del comportamiento criminal de las autoridades–. Vivimos en un régimen, dijo la Corte, en que la fuerza pública actúa “de manera excesiva, desproporcionada, ineficiente, improfesional e indolente”. Como el Estado utiliza a las corporaciones policiacas de manera irresponsable y arbitraria, “de nada sirve que se reconozca, en leyes, en tratados, en discursos, que nuestro país admite y respeta los derechos humanos, si cuando son violados… las violaciones quedan impunes y a las víctimas no se les hace justicia”.
Nos llevaron a un callejón en que hemos quedado expuestos al fuego que se cruza entre los criminales y los déspotas, entre los déspotas accidentales y los permanentes. Se desgarra continuamente el tejido social. No parece posible encontrar una salida en ese territorio en que reina la barbarie. Tenemos que salirnos de él. Es lo que se hizo el pasado fin de semana, cuando el empeño se trasladó al espacio en el que es posible empezar la reconstrucción del país, el espacio en que reina la auténtica democracia: el espacio de los ciudadanos.
“Nombrar lo intolerable”, señaló en alguna ocasión John Berger, “es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable ha de hacerse algo… La pura esperanza reside, en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos –del pasado y del futuro–. Ésta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables.” Lo mencioné entonces, junto a Foucault. Hoy resulta aún más pertinente. El próximo miércoles, en las oficinas de Cencos, ciudadanos que encarnan esa actitud se reunirán para concebir los pasos que el 10 de junio llevarán a Ciudad Juárez. Muchos más, en otras partes de México y del mundo, estarán en la misma reflexión.
gustavoesteva@gmail.com
Hace un par de años, al reflexionar en este espacio sobre lo que estaba ocurriendo en el país, me sentí obligado a citar a Foucault:
“La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica.”
Se trata de algo peor aún. Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp. 94 y 95), en que los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente. [...] El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente […] y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente.”
Foucault labra así el perfil del monstruo jurídico, que “no es el asesino, no es el violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el pacto social fundamental”. De este gran modelo que identifica Foucault a fines del siglo XVIII “se derivarán históricamente… los innumerables pequeños monstruos” que pueblan el mundo desde entonces.
Estamos rodeados de esos pequeños monstruos. Los ulises, los peñanietos y los calderones nos han llevado a lo que parece un callejón sin salida. Su despotismo continuo, su arbitrariedad, su ceguera, han creado un estado de violencia permanente. Lejos de servir para desaparecer a los malhechores, su “estrategia contra el crimen” los ha multiplicado. Y ante nuestros reclamos dicen ciega y cínicamente que tienen la fuerza para continuar la “estrategia”. El diálogo, para ellos, se reduce a adoctrinarnos.
Cité a Foucault cuando la Suprema Corte discutía un dictamen sobre los hechos de Atenco –que mostraban ya la generalización del comportamiento criminal de las autoridades–. Vivimos en un régimen, dijo la Corte, en que la fuerza pública actúa “de manera excesiva, desproporcionada, ineficiente, improfesional e indolente”. Como el Estado utiliza a las corporaciones policiacas de manera irresponsable y arbitraria, “de nada sirve que se reconozca, en leyes, en tratados, en discursos, que nuestro país admite y respeta los derechos humanos, si cuando son violados… las violaciones quedan impunes y a las víctimas no se les hace justicia”.
Nos llevaron a un callejón en que hemos quedado expuestos al fuego que se cruza entre los criminales y los déspotas, entre los déspotas accidentales y los permanentes. Se desgarra continuamente el tejido social. No parece posible encontrar una salida en ese territorio en que reina la barbarie. Tenemos que salirnos de él. Es lo que se hizo el pasado fin de semana, cuando el empeño se trasladó al espacio en el que es posible empezar la reconstrucción del país, el espacio en que reina la auténtica democracia: el espacio de los ciudadanos.
“Nombrar lo intolerable”, señaló en alguna ocasión John Berger, “es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable ha de hacerse algo… La pura esperanza reside, en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos –del pasado y del futuro–. Ésta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables.” Lo mencioné entonces, junto a Foucault. Hoy resulta aún más pertinente. El próximo miércoles, en las oficinas de Cencos, ciudadanos que encarnan esa actitud se reunirán para concebir los pasos que el 10 de junio llevarán a Ciudad Juárez. Muchos más, en otras partes de México y del mundo, estarán en la misma reflexión.
gustavoesteva@gmail.com
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