Desfiladero
Calderón lanzó la guerra, el narco la ganó y nosotros la perdimos
Jaime Avilés
México no nació como país independiente en 1810 –cuando Miguel Hidalgo llamó al pueblo a rebelarse contra España– sino en 1821, cuando dejó de pertenecer a la corona ibérica. Con la Constitución de 1824 se inició la construcción del Estado nacional, pero los planos arquitectónicos de esa obra fueron muchas veces rotos, tirados a la basura y vueltos a rescatar, en el curso de las siguientes tres décadas, mientras perdíamos más de la mitad del territorio.
El proyecto cobró forma y fuerza por primera vez en la Constitución de 1857, luego de que Benito Juárez lograra nuestra segunda independencia, ahora de la Iglesia católica; sin embargo no contamos con un Estado libre y soberano de veras, sino después del fusilamiento de Maximiliano el 19 de junio de 1867. Ese día empezó a consolidarse, ante propios y extraños, la unidad nacional que nos ha permitido existir como país injusto, desigual y autoritario, pero país al fin, hasta la fecha.
La transformación del Estado mexicano –del cual se apropió la oligarquía porfirista tras la muerte de Juárez– no se puso en marcha el 20 de noviembre de 1910, según la consigna del Plan de San Luis (que adelantaron los hermanos Carmen y Aquiles Serdán en Puebla, disparando desde su casa).
La Revolución Mexicana no estalló ese día, sino a principios de 1911, cuando las tropas de Díaz fueron puestas en fuga por los rebeldes maderistas en Chihuahua. No obstante, los cambios sociales y jurídicos profundos sólo dejaron sentir sus primeros efectos una década más tarde, cuando bajo la mano dura de Plutarco Elías Calles surgió el Estado nacional moderno, basado en la Constitución de 1917.
Si Calles levantó la obra negra del edificio del Estado, Lázaro Cárdenas fue, desde 1936, quien puso los vidrios, pintó los muros, sembró los jardines y dictó las reglas bajo las cuales funcionaría el sistema que al paso de las décadas le dio al país una estructura, un crecimiento económico sostenido y una estabilidad política basados en el autoritarismo y la corrupción, que se prolongó hasta 1982.
Pero en 1982, tras el ascenso de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, se inauguró el desmantelamiento del Estado nacional, tarea que profundizaron, guiados por una doctrina económica rayana en el fundamentalismo religioso, y estimulados por una avidez y una codicia sin límites, Ernesto Zedillo y Vicente Fox.
Esos cuatro “antiestatistas” propiciaron lo que estamos viviendo ahora, esto es, la muerte del Estado mexicano. O la reconversión de México en un protectorado de Estados Unidos, “gobernado” (es un decir) por un pelele desde un búnker repleto de juguetes.
Fin de mundo
“Cada época tuvo su fin del mundo”, escribió Verónica Murguía en su colaboración más reciente para La Jornada Semanal. ¿Este es el final de la nuestra? Todo así lo sugiere. Si los componentes del Estado son tres –el territorio, la población y el gobierno–, la clave para que la fórmula funcione reside en que haya una relación armónica entre ellos. Para decirlo pronto: que el gobierno preserve la integridad del territorio, procure el bienestar de la población y cuente con el reconocimiento de ésta. En la caldera del felipillaje ninguna de estas condiciones se cumple.
Para gran parte de la población, el gobierno es ilegítimo (desde el fraude electoral de 2006); para otra, no existe, porque no la protege, ni le ofrece bienestar, ni justicia, ni respeto. Al mismo tiempo, enormes extensiones del territorio ya no están bajo el control de las autoridades sino de los cárteles; éstos le arrebataron al Estado dos monopolios exclusivos: el de la violencia y el de la recaudación de impuestos.
Las empresas legales se ven obligadas a entregar un porcentaje de sus ingresos a los cobradores del narcotráfico, y ninguna policía puede impedirlo. Los capos impusieron sus propios códigos penales y tienen fuerza suficiente para llevar a cabo detenciones y juicios sumarios, antes de materializar, en todas partes y a toda hora, el sueño del Partido Verde Ecologista, o sea, la aplicación de la pena de muerte.
Desde el punto de vista de la teoría clásica, y a la luz de estas consideraciones, el Estado mexicano que forjaron los héroes de la Independencia, consolidaron los próceres de la Reforma y transformaron tanto los caudillos como los procesos derivados de la Revolución, ha muerto. Ya no existe. Es un cascarón a merced de quienes lo destruyeron y de quienes devoran su cadáver.
Es por eso que hoy, 20 de noviembre de 2010, un siglo después de la entrada en vigor del Plan de San Luis, Desfiladero convoca a sus lectores, amigas, amigos y camaradas, a lograr acuerdos para iniciar una nueva etapa de lucha de masas, impulsar un proyecto de desarrollo colectivo y solidario, que nos permita seguir existiendo como país, y rechazar la inminente intervención extranjera que preparan el hombrecito del búnker y sus amigos del norte.
Calderón y su resto
Hace cuatro días, la US Navy advirtió, en un reporte filtrado a la prensa oficialista, que “México no podrá controlar el problema de la criminalidad por sí solo” y dijo que, por ello, propuso “al ejército estadunidense una acción conjunta para el combate a los cárteles de la droga”.
Anteayer, en feliz concordancia, Calderón anunció que sacará a las calles al “personal de servicio del Ejército” (telefonistas, secretarias, médicos, enfermeras, cocineros). En otras palabras, que derrotado en la mesa de las apuestas que hizo a tontas y a locas y obedeciendo órdenes externas, quemará sus últimas fichas. ¿Y después? ¿Quién vendrá a salvarlo? La respuesta parece obvia.
Recién nombrado secretario de Energía, en 2003, Calderón fue a California a decir que, en caso de llegar a la Presidencia, no vacilaría en privatizar Pemex. En 2004, con el apoyo de las petroleras españolas y estadunidenses, renunció al gobierno de Fox y lanzó su precandidatura. En 2005, gracias a un fraude electoral interno, le ganó la nominación panista a Santiago Creel. En 2006, respaldado por Estados Unidos y la mafia de Salinas, se incrustó en Los Pinos y de inmediato sacó al Ejército a las calles. Todo, ahora lo sabemos, para poner en escena un libreto escrito y dirigido por los halcones de Washington, desde la oficina de George WC Bush, que Barack Obama y Hillary Clinton llevarán hasta sus últimas consecuencias.
Las conclusiones no pueden ser más evidentes. Para culminar la destrucción del Estado nacional, Calderón le declaró la guerra al narcotráfico, el narcotráfico la ganó y nosotros, el pueblo todo, la perdimos. El asunto es tan grave y las perspectivas a corto y mediano plazo tan oscuras y pesimistas que no podemos sino pasar a la acción. ¿Cómo? Eso es lo que se discutirá hoy, a partir de las 16 horas, en el Hemiciclo a Juárez, durante el mitin encabezado por Andrés Manuel López Obrador para conmemorar el cuarto aniversario del gobierno legítimo.
jamastu@gmail.com
El proyecto cobró forma y fuerza por primera vez en la Constitución de 1857, luego de que Benito Juárez lograra nuestra segunda independencia, ahora de la Iglesia católica; sin embargo no contamos con un Estado libre y soberano de veras, sino después del fusilamiento de Maximiliano el 19 de junio de 1867. Ese día empezó a consolidarse, ante propios y extraños, la unidad nacional que nos ha permitido existir como país injusto, desigual y autoritario, pero país al fin, hasta la fecha.
La transformación del Estado mexicano –del cual se apropió la oligarquía porfirista tras la muerte de Juárez– no se puso en marcha el 20 de noviembre de 1910, según la consigna del Plan de San Luis (que adelantaron los hermanos Carmen y Aquiles Serdán en Puebla, disparando desde su casa).
La Revolución Mexicana no estalló ese día, sino a principios de 1911, cuando las tropas de Díaz fueron puestas en fuga por los rebeldes maderistas en Chihuahua. No obstante, los cambios sociales y jurídicos profundos sólo dejaron sentir sus primeros efectos una década más tarde, cuando bajo la mano dura de Plutarco Elías Calles surgió el Estado nacional moderno, basado en la Constitución de 1917.
Si Calles levantó la obra negra del edificio del Estado, Lázaro Cárdenas fue, desde 1936, quien puso los vidrios, pintó los muros, sembró los jardines y dictó las reglas bajo las cuales funcionaría el sistema que al paso de las décadas le dio al país una estructura, un crecimiento económico sostenido y una estabilidad política basados en el autoritarismo y la corrupción, que se prolongó hasta 1982.
Pero en 1982, tras el ascenso de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, se inauguró el desmantelamiento del Estado nacional, tarea que profundizaron, guiados por una doctrina económica rayana en el fundamentalismo religioso, y estimulados por una avidez y una codicia sin límites, Ernesto Zedillo y Vicente Fox.
Esos cuatro “antiestatistas” propiciaron lo que estamos viviendo ahora, esto es, la muerte del Estado mexicano. O la reconversión de México en un protectorado de Estados Unidos, “gobernado” (es un decir) por un pelele desde un búnker repleto de juguetes.
Fin de mundo
“Cada época tuvo su fin del mundo”, escribió Verónica Murguía en su colaboración más reciente para La Jornada Semanal. ¿Este es el final de la nuestra? Todo así lo sugiere. Si los componentes del Estado son tres –el territorio, la población y el gobierno–, la clave para que la fórmula funcione reside en que haya una relación armónica entre ellos. Para decirlo pronto: que el gobierno preserve la integridad del territorio, procure el bienestar de la población y cuente con el reconocimiento de ésta. En la caldera del felipillaje ninguna de estas condiciones se cumple.
Para gran parte de la población, el gobierno es ilegítimo (desde el fraude electoral de 2006); para otra, no existe, porque no la protege, ni le ofrece bienestar, ni justicia, ni respeto. Al mismo tiempo, enormes extensiones del territorio ya no están bajo el control de las autoridades sino de los cárteles; éstos le arrebataron al Estado dos monopolios exclusivos: el de la violencia y el de la recaudación de impuestos.
Las empresas legales se ven obligadas a entregar un porcentaje de sus ingresos a los cobradores del narcotráfico, y ninguna policía puede impedirlo. Los capos impusieron sus propios códigos penales y tienen fuerza suficiente para llevar a cabo detenciones y juicios sumarios, antes de materializar, en todas partes y a toda hora, el sueño del Partido Verde Ecologista, o sea, la aplicación de la pena de muerte.
Desde el punto de vista de la teoría clásica, y a la luz de estas consideraciones, el Estado mexicano que forjaron los héroes de la Independencia, consolidaron los próceres de la Reforma y transformaron tanto los caudillos como los procesos derivados de la Revolución, ha muerto. Ya no existe. Es un cascarón a merced de quienes lo destruyeron y de quienes devoran su cadáver.
Es por eso que hoy, 20 de noviembre de 2010, un siglo después de la entrada en vigor del Plan de San Luis, Desfiladero convoca a sus lectores, amigas, amigos y camaradas, a lograr acuerdos para iniciar una nueva etapa de lucha de masas, impulsar un proyecto de desarrollo colectivo y solidario, que nos permita seguir existiendo como país, y rechazar la inminente intervención extranjera que preparan el hombrecito del búnker y sus amigos del norte.
Calderón y su resto
Hace cuatro días, la US Navy advirtió, en un reporte filtrado a la prensa oficialista, que “México no podrá controlar el problema de la criminalidad por sí solo” y dijo que, por ello, propuso “al ejército estadunidense una acción conjunta para el combate a los cárteles de la droga”.
Anteayer, en feliz concordancia, Calderón anunció que sacará a las calles al “personal de servicio del Ejército” (telefonistas, secretarias, médicos, enfermeras, cocineros). En otras palabras, que derrotado en la mesa de las apuestas que hizo a tontas y a locas y obedeciendo órdenes externas, quemará sus últimas fichas. ¿Y después? ¿Quién vendrá a salvarlo? La respuesta parece obvia.
Recién nombrado secretario de Energía, en 2003, Calderón fue a California a decir que, en caso de llegar a la Presidencia, no vacilaría en privatizar Pemex. En 2004, con el apoyo de las petroleras españolas y estadunidenses, renunció al gobierno de Fox y lanzó su precandidatura. En 2005, gracias a un fraude electoral interno, le ganó la nominación panista a Santiago Creel. En 2006, respaldado por Estados Unidos y la mafia de Salinas, se incrustó en Los Pinos y de inmediato sacó al Ejército a las calles. Todo, ahora lo sabemos, para poner en escena un libreto escrito y dirigido por los halcones de Washington, desde la oficina de George WC Bush, que Barack Obama y Hillary Clinton llevarán hasta sus últimas consecuencias.
Las conclusiones no pueden ser más evidentes. Para culminar la destrucción del Estado nacional, Calderón le declaró la guerra al narcotráfico, el narcotráfico la ganó y nosotros, el pueblo todo, la perdimos. El asunto es tan grave y las perspectivas a corto y mediano plazo tan oscuras y pesimistas que no podemos sino pasar a la acción. ¿Cómo? Eso es lo que se discutirá hoy, a partir de las 16 horas, en el Hemiciclo a Juárez, durante el mitin encabezado por Andrés Manuel López Obrador para conmemorar el cuarto aniversario del gobierno legítimo.
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