Néstor de Buen
Las banquetas de Polanco
Las banquetas de Polanco
Convengo que el tema sugerido no es precisamente uno que suscite preocupaciones políticas. Hasta puede provocar la idea de que el autor es un personaje frívolo que se ocupa de cosas que no tienen importancia.
Dejo constancia, sin embargo, de que la referencia a Polanco, zona de habitación de clase media alta, con espléndidos restaurantes y comercios de lujo, deriva de dos razones fundamentales: vivo en Polanco y tengo mi despacho en Polanco. Luego, conozco Polanco.
Claro está que lo que ocurre en estos rumbos estoy seguro de que se repite en toda la ciudad. Pero apegado a las reglas de la prueba testimonial, no siempre la más idónea para acreditar ciertos hechos, me reconozco el derecho de tratar un tema que conozco y no de oídas o por recomendación imperiosa de un abogado preparador de testigos falsos, que lo suelen ser en la mayoría de los casos.
Me gusta caminar, pero además procuro hacerlo por recomendación médica. Con los años, las rodillas suelen quejarse y una de las soluciones es andar, palabra más clásica que caminar aunque sean de la misma familia: se hace camino al andar, como dijo el poeta. Habitualmente, si como en casa a mediodía, hago una parte de la ruta al despacho en automóvil, y más o menos a medio camino le pido a quien me lleva, no siempre manejo yo, que me deje en alguna parte a buena distancia de la oficina. Suelo hacerlo por Homero, pero Horacio o Masaryk son más o menos lo mismo.
Hay, por supuesto, los naturales obstáculos de un tránsito que suele ser, y cada vez más, bastante pesadito. Atravesar Arquímedes, la calle que nace en Los Pinos y que tiene absolutas preferencias, es una proeza o una demostración de paciencia. La duración del semáforo en verde para quienes circulan por esa calle de evidentes orígenes políticos es superior a cualquier otro semáforo. Hay que tener cuidado. Pero ése no es el problema. El verdadero problema, más allá del tránsito insoportable, está en el suelo.
Hagan ustedes la prueba. Si les gusta andar pueden empezar a la altura del Palacio de Hierro, rumbo al norte, o a la altura de Mariano Escobedo yendo al sur, y se van a encontrar con todos los agujeros imaginables. Desde luego que se pone en evidencia que en materia de construcción –que abunda por estos rumbos– la preocupación de las licencias se inicia en los sótanos y se dirige hacia arriba, cada vez más arriba, en esos interminables edificios que han acabado, como es natural, por cierto, con el viejo barrio elegante de residencias familiares con jardín. Pero de la puerta hacia la calle, la variedad de soluciones es monstruosa y peor su estado.
Recorrer las banquetas es jugarse el tipo con los baches, derivados del olvido total de su renovación. Por supuesto que las entradas a los estacionamientos privados o colectivos provocan tropezones, aunque ciertamente son peores los que motivan las simples aceras de las casas viejas o de los edificios antiguos. En una misma cuadra la banqueta puede presentar todos los matices de sucesivas etapas arquitectónicas, lo que obliga al transeúnte a adecuar su paso al ritmo de lo que queda de algo que hace muchos años fue la aportación de un arquitecto al perfeccionamiento del acceso a su obra, antes de un par de pisos, con reja que permite descubrir las amplias zonas internas para guardar los automóviles y hoy de monstruosos multifamiliares a los que no se puede atribuir la condición de origen crediticio en el Infonavit.
Vivimos, y cada vez con más intensidad, el espíritu del cambio urbano. Los túneles y segundos pisos de las grandes avenidas, obras aparatosas siempre y odiadas en su construcción, que complican aún más el tránsito insoportable que provocan, tienen una evidente preferencia en los planes urbanos. Pero las autoridades no usan los pies y la cabeza la orientan siempre a fines políticos, del color que se quiera.
Yo admiro el valor de Andrés Manuel López Obrador por haber armado en el anillo Periférico un segundo piso que hoy es una solución espléndida si tiene uno que andar de norte a sur (a la UNAM o a Cuernavaca, por ejemplo) o de sur a norte, generalmente a chambear. Yo ya estoy temblando ante la obra iniciada que prolongará el Periférico a los rumbos del estado de México.
Pero son obras presupuestales que generan empleo con un costo superior con cargo a los recursos del Estado. A mí me parece que en una etapa en la que el desempleo es una realidad, con claro perjuicio para los mexicanos más desprotegidos, sería importante diseñar la construcción de banquetas con cargo exclusivo al presupuesto personal de cada propietario de edificio o casa. Las posibilidades de crear empleo serían infinitas. Claro está que no se podría dejar al capricho de los dueños, que tendrán que pagar la obra, su estilo. Habría que uniformar las banquetas, con sentido planito, y fijar un costo de la aportación privada a su construcción, que podría agregarse al impuesto predial. No sería mucho, por supuesto. Pero eso generaría niveles de empleo impresionantes.
Marcelo Ebrard, que es un hombre de ideas y nadie duda que también de justas ambiciones, podría integrar un grupo de estudio para la solución del problema. Con especialistas en la construcción y en el financiamiento. Sin olvidar la consulta a algún artista que estudiara diversas alternativas de acuerdo con la ubicación del problema. Nadie se arruinará por la contribución que deba hacer para resolver el problema. Ni dará chamba a los abogados amparistas.
Yo creo que nuestro Distrito Federal –y no dudo que el problema sea nacional– agradecerá que sus autoridades se acuerden también de los peatones con la misma intensidad que de los automovilistas.
Dejo constancia, sin embargo, de que la referencia a Polanco, zona de habitación de clase media alta, con espléndidos restaurantes y comercios de lujo, deriva de dos razones fundamentales: vivo en Polanco y tengo mi despacho en Polanco. Luego, conozco Polanco.
Claro está que lo que ocurre en estos rumbos estoy seguro de que se repite en toda la ciudad. Pero apegado a las reglas de la prueba testimonial, no siempre la más idónea para acreditar ciertos hechos, me reconozco el derecho de tratar un tema que conozco y no de oídas o por recomendación imperiosa de un abogado preparador de testigos falsos, que lo suelen ser en la mayoría de los casos.
Me gusta caminar, pero además procuro hacerlo por recomendación médica. Con los años, las rodillas suelen quejarse y una de las soluciones es andar, palabra más clásica que caminar aunque sean de la misma familia: se hace camino al andar, como dijo el poeta. Habitualmente, si como en casa a mediodía, hago una parte de la ruta al despacho en automóvil, y más o menos a medio camino le pido a quien me lleva, no siempre manejo yo, que me deje en alguna parte a buena distancia de la oficina. Suelo hacerlo por Homero, pero Horacio o Masaryk son más o menos lo mismo.
Hay, por supuesto, los naturales obstáculos de un tránsito que suele ser, y cada vez más, bastante pesadito. Atravesar Arquímedes, la calle que nace en Los Pinos y que tiene absolutas preferencias, es una proeza o una demostración de paciencia. La duración del semáforo en verde para quienes circulan por esa calle de evidentes orígenes políticos es superior a cualquier otro semáforo. Hay que tener cuidado. Pero ése no es el problema. El verdadero problema, más allá del tránsito insoportable, está en el suelo.
Hagan ustedes la prueba. Si les gusta andar pueden empezar a la altura del Palacio de Hierro, rumbo al norte, o a la altura de Mariano Escobedo yendo al sur, y se van a encontrar con todos los agujeros imaginables. Desde luego que se pone en evidencia que en materia de construcción –que abunda por estos rumbos– la preocupación de las licencias se inicia en los sótanos y se dirige hacia arriba, cada vez más arriba, en esos interminables edificios que han acabado, como es natural, por cierto, con el viejo barrio elegante de residencias familiares con jardín. Pero de la puerta hacia la calle, la variedad de soluciones es monstruosa y peor su estado.
Recorrer las banquetas es jugarse el tipo con los baches, derivados del olvido total de su renovación. Por supuesto que las entradas a los estacionamientos privados o colectivos provocan tropezones, aunque ciertamente son peores los que motivan las simples aceras de las casas viejas o de los edificios antiguos. En una misma cuadra la banqueta puede presentar todos los matices de sucesivas etapas arquitectónicas, lo que obliga al transeúnte a adecuar su paso al ritmo de lo que queda de algo que hace muchos años fue la aportación de un arquitecto al perfeccionamiento del acceso a su obra, antes de un par de pisos, con reja que permite descubrir las amplias zonas internas para guardar los automóviles y hoy de monstruosos multifamiliares a los que no se puede atribuir la condición de origen crediticio en el Infonavit.
Vivimos, y cada vez con más intensidad, el espíritu del cambio urbano. Los túneles y segundos pisos de las grandes avenidas, obras aparatosas siempre y odiadas en su construcción, que complican aún más el tránsito insoportable que provocan, tienen una evidente preferencia en los planes urbanos. Pero las autoridades no usan los pies y la cabeza la orientan siempre a fines políticos, del color que se quiera.
Yo admiro el valor de Andrés Manuel López Obrador por haber armado en el anillo Periférico un segundo piso que hoy es una solución espléndida si tiene uno que andar de norte a sur (a la UNAM o a Cuernavaca, por ejemplo) o de sur a norte, generalmente a chambear. Yo ya estoy temblando ante la obra iniciada que prolongará el Periférico a los rumbos del estado de México.
Pero son obras presupuestales que generan empleo con un costo superior con cargo a los recursos del Estado. A mí me parece que en una etapa en la que el desempleo es una realidad, con claro perjuicio para los mexicanos más desprotegidos, sería importante diseñar la construcción de banquetas con cargo exclusivo al presupuesto personal de cada propietario de edificio o casa. Las posibilidades de crear empleo serían infinitas. Claro está que no se podría dejar al capricho de los dueños, que tendrán que pagar la obra, su estilo. Habría que uniformar las banquetas, con sentido planito, y fijar un costo de la aportación privada a su construcción, que podría agregarse al impuesto predial. No sería mucho, por supuesto. Pero eso generaría niveles de empleo impresionantes.
Marcelo Ebrard, que es un hombre de ideas y nadie duda que también de justas ambiciones, podría integrar un grupo de estudio para la solución del problema. Con especialistas en la construcción y en el financiamiento. Sin olvidar la consulta a algún artista que estudiara diversas alternativas de acuerdo con la ubicación del problema. Nadie se arruinará por la contribución que deba hacer para resolver el problema. Ni dará chamba a los abogados amparistas.
Yo creo que nuestro Distrito Federal –y no dudo que el problema sea nacional– agradecerá que sus autoridades se acuerden también de los peatones con la misma intensidad que de los automovilistas.
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