Arnaldo Córdova
El Estado y el irredentismo eclesiástico
Del 14 al 18 de este mes se realiza en México el sexto Encuentro Mundial de las Familias, patrocinado por la Iglesia católica. Es un evento como cualquier otro, a decir verdad, y pasaría inadvertido si no fuera ocasión para que la jerarquía católica mexicana vuelviese a insistir en condenar el laicismo constitucional y a replantear sus aspiraciones a hacerse cargo totalmente de la conducción espiritual de la sociedad mexicana, una sociedad que ella misma sabe que ya no la sigue por entero y que profesa cada vez más otras confesiones religiosas.
De la temática del encuentro los especialistas en la materia seguramente nos habrán de ilustrar. Aquí importa ocuparse de nuevo de la relación entre la Iglesia y el Estado en México. En términos generales, hay que destacar el hecho de que la primera jamás ha aceptado formalmente la existencia del Estado laico ni de su Constitución. Ese irredentismo está activo desde 1917 y, lejos de apaciguarse, se ha venido exacerbando continuamente. La Iglesia católica, sin más, aunque no se diga enemiga del Estado, se le opone sin concesiones porque, lo dice en todas las ocasiones, está usurpando funciones que, desde su punto de vista, religioso y político, no le corresponden y la sustituye a ella misma en sus funciones.
Sus exponentes (obispos y personeros legales y políticos) jamás han sabido fundamentar, ni jurídica ni políticamente, ese peculiar punto de vista y éste se ha revelado, una y otra vez, totalmente insostenible. De dientes para afuera aceptan la separación entre el Estado y las iglesias y profesan fidelidad a las leyes. Pero, de palabra y, sobre todo, en los hechos, siempre están haciendo constar que no aceptan la soberanía del Estado y menos que éste se encargue de regular los cultos y materias tan sensibles como la educación o el estado civil de las personas.
Se han vuelto duchos en enmascarar sus verdaderas pretensiones. Por ejemplo, exigen que se permita la educación religiosa; pero lo que demandan es que toda educación sea religiosa y les caería de perlas que los dejaran encargarse de ella. Educación religiosa, para ellos es, obvio, educación católica. Pregonan también que sus valores son los verdaderos valores. Nunca podremos saber cuáles ni cuántos son. Es sólo cosa de inventiva. La tesis es que sólo la Iglesia y nadie más puede dar verdaderos valores de vida a la sociedad. ¿Cómo podría un Estado laico y ateo dar lecciones de valores de vida? En suma, el Estado gobierna pero no da valores ni educa ni tiene por qué encargárse de ello (como lo postula la Carta Magna). El cuadro parece estar completo.
En ocasión del Encuentro, Desde la Fe arremete de nuevo. Dejemos de lado la acostumbrada morralla acerca de que el Estado anula el derecho “inobjetable” de la familia y de los padres de educar a sus hijos o de que el Estado es un “educador absolutista”. Llama la atención sobre el gravísimo estado de deterioro en el que el narcotráfico y el crimen organizado han sumido al país y concluye expeditamente: eso se debe a que la sociedad ahora carece de valores y eso sucede porque a la Iglesia no se le ha permitido ejercer su ministerio e inculcar como se debe esos valores. El desmadre en que estamos metidos se debe al Estado laico y su culpa consiste no en su mal gobierno de la sociedad que ahora todo mundo acusa, sino porque no se ha dejado a la Iglesia hacer su tarea histórica.
Ese portavoz de la Arquidiócesis metropolitana tan divertido que es Hugo Valdemar afirmó: “La Iglesia quiere mostrar que tiene un gran conocimiento y una gran apertura al diálogo y al análisis, además de una gran comprensión de aquellos que no están de acuerdo en la forma en que la Iglesia percibe y fomenta la familia”. Ciertamente, ganas no le han de faltar, pero el hecho es que está muy mal equipada intelectualmente para llenar esa ambición. Seguramente es el bueno de Valdemar quien escribió en su periódico que el vacío espiritual y la ausencia de valores que vivimos se deben a “un malentendido Estado laico que ha dejado en la más absoluta indigencia de valores a la educación pública”. Debería dejarse a la Iglesia encargarse de ello, ¿no es cierto?
Seguramente todas esas historias que nos inundan acerca de narcolimosnas, protección reservada a delincuentes (bajo confesión, que conste), templos al pastel ranchero que adornan muchos pueblos de la República y costeados por delincuentes, o los pederastas que infectan a la organización eclesiástica y muchas otras cosas tenebrosas son meras invenciones de ese “malentendido Estado laico” y los muchos enemigos de la Iglesia. Hay que reconocer que los jerarcas católicos de vez en cuando expresan su mea culpa y nos dicen: “pero, ¡qué barbaridad!” Sí, después de todo, se trata sólo de manzanas podridas en el tonel de la Iglesia.
Con la Iglesia sucede algo de verdad hilarante: admite de palabra la existencia del Estado como el organizador supremo de la sociedad, pero lo quisiera bajo su supervisión y dirección espiritual, como en el pasado. Jamás se asumiría como fuerza gobernante de la sociedad. Eso compete a otros, sin que se diga claramente quiénes. Ella quiere reservarse todas las áreas de la vida social que tienen que ver con las costumbres, la educación, los valores de vida (que son unos cuántos y de verdad muy elementales y ultramontanos), las relaciones sociales de convivencia y de comportamiento (a veces por encima del derecho vigente). De todo lo demás que se encargue el Estado.
El Estado que está en la mente de los jerarcas católicos es muy simple: antes que nada, debe cambiar su Constitución política para incluir en ella a la Iglesia católica como supremo poder espiritual y educador de la sociedad; debe ser un Estado que no se meta con la vida particular de los individuos; la educación se la debe dejar a ella en todos los niveles; debe protegerla de la competencia desleal de otros credos religiosos e impedir que se expandan, para bien de la civilización católica de nuestro país, lo que quiere decir que debe consagrar de nuevo el principio de la religión única y sólo a eso se debe reducir su regimentación de cultos, y todo lo demás que pueda fortalecer y consolidar esa comunidad católica en la que la guía será su Iglesia católica.
¿Por qué? Pues porque más de 80 por ciento de los mexicanos son católicos. La Iglesia, según el Evangelio, es la comunidad de los fieles. Erga, México es su Iglesia católica. ¿Y los demás, los no católicos?
El Estado y el irredentismo eclesiástico
Del 14 al 18 de este mes se realiza en México el sexto Encuentro Mundial de las Familias, patrocinado por la Iglesia católica. Es un evento como cualquier otro, a decir verdad, y pasaría inadvertido si no fuera ocasión para que la jerarquía católica mexicana vuelviese a insistir en condenar el laicismo constitucional y a replantear sus aspiraciones a hacerse cargo totalmente de la conducción espiritual de la sociedad mexicana, una sociedad que ella misma sabe que ya no la sigue por entero y que profesa cada vez más otras confesiones religiosas.
De la temática del encuentro los especialistas en la materia seguramente nos habrán de ilustrar. Aquí importa ocuparse de nuevo de la relación entre la Iglesia y el Estado en México. En términos generales, hay que destacar el hecho de que la primera jamás ha aceptado formalmente la existencia del Estado laico ni de su Constitución. Ese irredentismo está activo desde 1917 y, lejos de apaciguarse, se ha venido exacerbando continuamente. La Iglesia católica, sin más, aunque no se diga enemiga del Estado, se le opone sin concesiones porque, lo dice en todas las ocasiones, está usurpando funciones que, desde su punto de vista, religioso y político, no le corresponden y la sustituye a ella misma en sus funciones.
Sus exponentes (obispos y personeros legales y políticos) jamás han sabido fundamentar, ni jurídica ni políticamente, ese peculiar punto de vista y éste se ha revelado, una y otra vez, totalmente insostenible. De dientes para afuera aceptan la separación entre el Estado y las iglesias y profesan fidelidad a las leyes. Pero, de palabra y, sobre todo, en los hechos, siempre están haciendo constar que no aceptan la soberanía del Estado y menos que éste se encargue de regular los cultos y materias tan sensibles como la educación o el estado civil de las personas.
Se han vuelto duchos en enmascarar sus verdaderas pretensiones. Por ejemplo, exigen que se permita la educación religiosa; pero lo que demandan es que toda educación sea religiosa y les caería de perlas que los dejaran encargarse de ella. Educación religiosa, para ellos es, obvio, educación católica. Pregonan también que sus valores son los verdaderos valores. Nunca podremos saber cuáles ni cuántos son. Es sólo cosa de inventiva. La tesis es que sólo la Iglesia y nadie más puede dar verdaderos valores de vida a la sociedad. ¿Cómo podría un Estado laico y ateo dar lecciones de valores de vida? En suma, el Estado gobierna pero no da valores ni educa ni tiene por qué encargárse de ello (como lo postula la Carta Magna). El cuadro parece estar completo.
En ocasión del Encuentro, Desde la Fe arremete de nuevo. Dejemos de lado la acostumbrada morralla acerca de que el Estado anula el derecho “inobjetable” de la familia y de los padres de educar a sus hijos o de que el Estado es un “educador absolutista”. Llama la atención sobre el gravísimo estado de deterioro en el que el narcotráfico y el crimen organizado han sumido al país y concluye expeditamente: eso se debe a que la sociedad ahora carece de valores y eso sucede porque a la Iglesia no se le ha permitido ejercer su ministerio e inculcar como se debe esos valores. El desmadre en que estamos metidos se debe al Estado laico y su culpa consiste no en su mal gobierno de la sociedad que ahora todo mundo acusa, sino porque no se ha dejado a la Iglesia hacer su tarea histórica.
Ese portavoz de la Arquidiócesis metropolitana tan divertido que es Hugo Valdemar afirmó: “La Iglesia quiere mostrar que tiene un gran conocimiento y una gran apertura al diálogo y al análisis, además de una gran comprensión de aquellos que no están de acuerdo en la forma en que la Iglesia percibe y fomenta la familia”. Ciertamente, ganas no le han de faltar, pero el hecho es que está muy mal equipada intelectualmente para llenar esa ambición. Seguramente es el bueno de Valdemar quien escribió en su periódico que el vacío espiritual y la ausencia de valores que vivimos se deben a “un malentendido Estado laico que ha dejado en la más absoluta indigencia de valores a la educación pública”. Debería dejarse a la Iglesia encargarse de ello, ¿no es cierto?
Seguramente todas esas historias que nos inundan acerca de narcolimosnas, protección reservada a delincuentes (bajo confesión, que conste), templos al pastel ranchero que adornan muchos pueblos de la República y costeados por delincuentes, o los pederastas que infectan a la organización eclesiástica y muchas otras cosas tenebrosas son meras invenciones de ese “malentendido Estado laico” y los muchos enemigos de la Iglesia. Hay que reconocer que los jerarcas católicos de vez en cuando expresan su mea culpa y nos dicen: “pero, ¡qué barbaridad!” Sí, después de todo, se trata sólo de manzanas podridas en el tonel de la Iglesia.
Con la Iglesia sucede algo de verdad hilarante: admite de palabra la existencia del Estado como el organizador supremo de la sociedad, pero lo quisiera bajo su supervisión y dirección espiritual, como en el pasado. Jamás se asumiría como fuerza gobernante de la sociedad. Eso compete a otros, sin que se diga claramente quiénes. Ella quiere reservarse todas las áreas de la vida social que tienen que ver con las costumbres, la educación, los valores de vida (que son unos cuántos y de verdad muy elementales y ultramontanos), las relaciones sociales de convivencia y de comportamiento (a veces por encima del derecho vigente). De todo lo demás que se encargue el Estado.
El Estado que está en la mente de los jerarcas católicos es muy simple: antes que nada, debe cambiar su Constitución política para incluir en ella a la Iglesia católica como supremo poder espiritual y educador de la sociedad; debe ser un Estado que no se meta con la vida particular de los individuos; la educación se la debe dejar a ella en todos los niveles; debe protegerla de la competencia desleal de otros credos religiosos e impedir que se expandan, para bien de la civilización católica de nuestro país, lo que quiere decir que debe consagrar de nuevo el principio de la religión única y sólo a eso se debe reducir su regimentación de cultos, y todo lo demás que pueda fortalecer y consolidar esa comunidad católica en la que la guía será su Iglesia católica.
¿Por qué? Pues porque más de 80 por ciento de los mexicanos son católicos. La Iglesia, según el Evangelio, es la comunidad de los fieles. Erga, México es su Iglesia católica. ¿Y los demás, los no católicos?
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