El peor gobierno
Hermann Bellinghausen
Hay algo mocho en México. Dispense el lector, no quiero jugar con las palabras. Por supuesto que los gobernantes ahora son mochos, en el sentido religioso-católico, y los medios masivos lo promueven ferviente y rentablemente; más ahora que tenemos encima al siniestro papa alemán de los colmillos afilados. La acepción aquí de mocho se refiere a lo roto, arrancado de un cacho, incompleto. Tal vez sea demasiado presidencialista (esa tendencia tan mexicana) atribuir lo mochado de México al gobierno, pero, sinceramente, ¿habíamos padecido uno más inepto, con el más dañino –por donde se le mire– de los presidentes modernos?
Desde que tengo conciencia política siempre he estado contra los presidentes, nunca me han gustado. Corrupción, manipulación, fraude electoral, represión. Si bien todos cargan con muertes y hechos tipificables como criminales, algunos ganaron a pulso el título de asesinos: Díaz Ordaz, Echeverría y Zedillo, cuando menos. Y no que uno quiera amortiguarles la responsabilidad, pero de algún modo aún podían invocar “razones de Estado” en términos comprensibles para nuestra razón histórica, y pasaban la prueba del ácido de la opinión pública unos cuántos años, antes de caer en el merecido descrédito.
Hubo un tiempo en que aún se podía creer que la Revolución Mexicana estaba “interrumpida”, como memorablemente reflexionó Adolfo Gilly desde la cárcel hacia 1970. Era todo un argumento del nacionalismo revolucionario la idea de que había por dónde rescatarla y continuarla. Vaya ilusión. Así que nos podíamos tragar lo de Echeverría-o-el-fascismo para que éste fuera a gritonearles a los gringos en la ONU mientras reverenciaba al compañero Salvador Allende y al camarada Mao. O López Portillo, siempre medio ido, de pronto le soltaba un puñetazo al franquismo agonizante o de un plumazo nacionalizaba la banca.
Candil de la calle, los presidentes priístas apapachaban oficialmente a las revoluciones de Cuba y Nicaragua, negociaban por las de El Salvador y Guatemala, abrían los brazos a los exilados del sur dictatorial en la estela del viejo cardenismo. Los últimos presidentes “de la Revolución” respetaban en un sentido general lo que es México, con la dosis mínima de nacionalismo soberano para no volver esto un caos sin dueño, abierto a las “leyes” del mercado. El neoliberalismo implementado por De la Madrid y acelerado por sus sucesores dio origen a un nuevo ciclo histórico, aunque siguiera en pie una cierta idea de Nación.
Pero cuando uno ve en acción a Felipe Calderón Hinojosa, pela lo que dice, checa los espots que protagoniza y sufre las consecuencias de sus decisiones, cabe preguntarse razonablemente: ¿qué le pasa a este cuate?
En el presente suceden cosas que no se pueden entender en términos de Estado soberano y mínimo consenso popular, como la guerra sin fondo ni bordes que deliberada y personalísimamente desencadenó Calderón. No bastan su “¿qué querían que hiciera?” contra el crimen, ni la interpretación de su presunta búsqueda de legitimidad tras su robo de urnas. El fraude electoral ya venía en el paquete de la Revolución interrumpida y traicionada. Mas admitamos que nunca antes vimos tanta “víctima colateral” de una decisión presidencial, ni los millares de asesinatos nunca aclarados, ni escuadrones de la muerte que, como los paramilitares en el sur indígena, nunca “existen”. Pero no sólo está su “guerra sucia”, que deja chiquitas a sus predecesoras; también y sobre todo la cadena de determinaciones que enajenan el suelo a los mexicanos y los arroja al vacío de la migración o la degradación in situ. Nunca antes un gobierno nacional ha sido más pernicioso. Ahí, el servil regalo al FMI.
A los gobernantes panistas, y Calderón les gana a todos, les falta una noción dinámica y multidimensional de lo que es México (algo más que pueblitos mágicos). Sabemos que estos blanquiazules salieron charros, tequileros y patrioteros, pero nunca han tenido completa la película. Están mochos. Crecieron entre progenitores que admiraban los cojones de los nazis y frecuentaban curas conspiradores (y el tiempo probaría, a veces pederastas), que respiraban por la herida de los “bandidos” de Zapata, los rosarios clandestinos en tiempos de Calles, las razones de León Toral, la saga de los cristeros, el hipnotismo reaccionario del Cerro del Cubilete. Nunca entendieron por qué México no reconocía al Vaticano como Estado moderno y no tuviera embajador allí. Vendría Salinas a darles la razón en los años 90.
A partir de Fox se pierden improntas claves: la tradición agrarista, la educación popular, la seguridad social, el exilio español. Los nuevos presidentes crecieron entre curas en universidades privadas y se internacionalizaron a través de las empresas y las financieras. Ni sospechan lo que la gente siente. El pueblo no les importa y nuestra historia les estorba. Con tales mocheces tienen para ignorar los signos del abismo. Si no fueran tan peligrosos, serían un chiste.
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