17 dic 2011


La guerra; siempre la guerra

Acentos

Epigmenio Ibarra

2011-12-16 •


Hace ya 30 años tuve mi primer contacto real con la guerra. No hablo de los primeros combates que cubrí; de los atentados dinamiteros en San Salvador, de las aventuras y peripecias típicas del corresponsal de guerra que a veces vive de todo menos la guerra. Hablo de la muerte sin máscara alguna; desposeída de todo romanticismo. Hablo de la masacre de El Mozote.

Hablo de esos ancianos, de esas mujeres, de esas niñas y niños que entrevisté un domingo luminoso en las montañas de Morazán. Hablo de la pequeña ermita y los pañuelos blancos en la cabeza de casi todas las mujeres del caserío y hablo del pan recién horneado. Hablo de que todo eso fue borrado de la faz de la tierra y de que todos ellos fueron asesinados.

Hablo de cómo los hombres, evangélicos la gran mayoría, se decían a salvo, protegidos por el señor, ajenos a los conflictos de los hombres, lejanos por igual al ejército y a la guerrilla. Hablo de las mujeres con delantales blancos impolutos y de cómo Santiago, de Radio Venceremos, se acercaba a ellas micrófono en ristre y les aconsejaba, luego de entrevistarlas, salir cuanto antes de la zona.

Hablo de la serenidad de esas mujeres cuando ya el país y Morazán se dirigían al abismo. De la seguridad de los hombres, de como te miraban directa y fijamente tratando de descifrar cómo era posible que no comprendieras que a ellos, ahí, no les pasaría nada. “Y si nos pasa —concedió finalmente uno ante nuestra insistencia— será porque Dios así lo quiere”.

Hablo de la tienda del pueblo, de ese pueblo minúsculo de casas de adobe y bajareque, perdido en medio de la montaña, olvidado de la mano de Dios, hasta donde llegó un día, con el propósito de “sacarle el agua al pez” como reza el manual de la contrainsurgencia norteamericana, el batallón de reacción inmediata Atlacatl —formado y entrenado en los EU— y trajo consigo la muerte.

La muerte que no respetó esos pañuelos blancos sobre la cabeza de las mujeres, que no supo ni de ruegos y peticiones de clemencia, ni se abstuvieron frente al que se declaraba ajeno a las partes en conflicto y que tampoco tuvo el pudor de detenerse ante el llanto de las niñas y los niños.

La muerte que arrasó el horno donde los domingos se horneaba el pan, que saqueó la tienda, no dejó una sola casa en pie y destruyó la ermita. La muerte que estuvo ahí celebrando un ritual macabro —de selección, confinamiento y ejecución por grupos— de más de 48 horas; porque matar a tantos toma tiempo, organización y empeño.

Muerte que semanas después de la masacre documentaron Ray Bonner, del NYT, y la fotógrafa Susan Mayselas mientras yo intentaba atravesar clandestinamente la frontera entre Honduras y El Salvador. Y hablo de cómo a Bonner, por presiones del Departamento de Estado, lo degradaron en el NYT y de cómo la noticia de la masacre fue olvidada, borrada, sepultada.

Hablo también de cómo, cinco años después, pude finalmente volver a El Mozote y encontré entre sus ruinas restos humanos y de cómo busqué en esos cráneos blanqueados por el sol el recuerdo de los rostros que filmé antes. Hablo de los helicópteros artillados que sobrevolaban la zona y de cómo había que andarse con mucho tiento y mucha prisa.

Y hablo de cómo, cuatro años más tarde, una antropóloga forense argentina, al pie de los restos de la ermita de El Mozote, me describía, puntual y dolorosamente, el estado en que fueron encontrados los esqueletos de 131 niñas y niños; los juguetitos encontrados en el pantalón de uno; la muñeca encontrada en las manos de otra; las evidencias de que muchos de ellos habían sido ultimados a punta de cuchillo.

Y hablo de Rufina, la única sobreviviente de la masacre de más de mil campesinos en los cantones de El Mozote, Agua Zarca y El Junquillo, contándome cómo había escuchado a sus hijos llamarla justo desde el interior de la misma ermita: “Mamita, mamita, nos están matando”, gritaba, esa noche, el más pequeño de sus hijos.

Y Rufina no pudo hacer nada; nada salvo cavar un pequeño agujero donde enterrar la cara para soltar un llanto sordo y seco que habría de enloquecerla. Dos años vivió en una barranca. “La Ciguanaba” (versión salvadoreña de “La Llorona”) le decían los guerrilleros que por ahí rondaban y que la creían un fantasma, un alma en pena que es lo que era y sigue siendo.

Hablo también del coronel Domingo Monterrosa, el gran estratega del ejército salvadoreño, el que iba siempre al frente de sus tropas en combate, el amigo de la prensa internacional, el hombre consentido por los norteamericanos, el mejor ejecutor de la estrategia de contrainsurgencia, el jefe que ordenó esa masacre, luego la de Copapayo, en Guazapa, y que años después cayó abatido, por su propia soberbia, muy cerca de El Mozote.

Hablo de la guerra que es esto —muerte, sangre, mierda, dolor— y no lo que creen los demagogos y generales de “botas virgas”, que nunca han estado bajo fuego y mandan a los jóvenes a matar y morir. Hablo de la guerra a la que no quiero como destino ni para mi patria ni para mis hijos y hablo de que, ahí, en El Mozote, juré jamás acostumbrarme al horror. Por eso la guerra, siempre la guerra. Por eso para evitarla, para pararla es que no quito, ni quitaré, el mismo dedo del mismo renglón.

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