Mi novia, la derrota
Federico Arreola
¿Qué opino de la derrota? ¡La amo! No solo porque estoy acostumbrado a ella, sino por digna, por bella, por atrevida, por atractiva y por las enseñanzas que me ha dejado.
“Mi novia, la tristeza”, dijo Agustín Lara. La mía, mi más leal amante, la que nunca me abandona, la que siempre me invita a visitarla y a cuyo lecho acudo en todas las ocasiones importantes, es la derrota. Siempre me ha acompañado y estoy agradecido y en deuda con tan hermosa señora. Porque no solo la victoria es linda, claro que no. Y, lo presumo, si la victoria es altanera y antipática, la derrota es humilde y agradabilísima, absolutamente sencilla.
La buena suerte quiso que yo estuviera al lado, muy cerca sin duda, del mejor político mexicano de la historia reciente. Fui testigo de aquel gran proyecto de cambio del año 1994. Pero llegó la mala suerte y, ¡carajo!, los enemigos de la democracia, priistas si mal no recuerdo, asesinaron a Luis Donaldo Colosio.
Estoy ahora en la ciudad de Madrid, España, que aprendí a querer y disfrutar, muchísimo, gracias al señor Francisco A. González, propietario de los diarios Milenio. En el año 2000, cuando este diario, que Pancho y yo planeamos y ejecutamos juntos, con la ayuda de otras personas –destacadamente mi amiga Enriqueta Medina–, él y yo visitamos Madrid con el propósito de buscar fortalezas, que hallamos, para nuestro producto editorial. Estuvimos aquí juntos muchas veces y la pasamos siempre de maravilla.
Hace años, en 2005, conocí la derrota en Milenio cuando tuve que dejarlo porque a Vicente Fox y a Santiago Creel les molestaba mi línea editorial, según ellos, demasiado entregada a la defensa de Andrés Manuel López Obrador en el proceso del desafuero.
Desde entonces, no he visitado Madrid con Pancho González (de hecho, ni nos hablamos ya: estamos peleados). Pero, más de un lustro después, en un restaurante que a Pancho le encanta y en el que él es muy querido, un gran restaurante, la Casa Lucio, un mesero viejo le dijo a uno joven: “Atiende bien a don Federico porque es amigo de don Francisco González, y aquí don Francisco manda”. Para qué le decía al mesero que Pancho es ahora, más bien, mi enemigo.
Y anoche, en un bar del Paseo de la Castellana, donde vi la derrota, ¡y qué derrota!, de Rafael Nadal frente a un tenista de no sé dónde cuyo apellido no he aprendido a pronunciar, tomé un par de cervezas con un amigo, cuyo nombre por prudencia no mencionaré, que me dijo: “Si el PRI gana, ¿entonces tú y Pancho la pasarán mal otra vez porque será una derrota más para Milenio que siempre está en la oposición?”. Pues no, señor, no es así. Atrasadísimo de noticias mi amigo, no sabe que la línea editorial de Pancho ya no pierde en las apuestas del poder. Desde que yo me alejé, Milenio es un diario ganador: ganó con Calderón, ha ganado ahora con Eruviel y, si las cosas siguen como van, ganará con Peña Nieto. Tuve que explicar que el novio de la derrota soy yo, que Pancho está casado con la victoria, bien por él.
Después de mi derrota en Milenio, me fui a otra causa perdida que, para muchos (no para mí) estaba ganada: la primera campaña electoral presidencial de Andrés Manuel López Obrador. El fraude nos arrasó. Anda ahora diciendo Elba Esther Gordillo que AMLO no se quiso reunir con ella en 2006 y que, ni modo, eso la obligó a irse a apoyar a Calderón. Pues no, doña Elba (les cuento que esta siempre victoriosa mujer siempre fue, en otro tiempo, más o menos mi amiga); claro que no, señora, Andrés no se iba a reunir contigo, aunque había en el equipo algunos influyentes políticos que a diario planteaban la necesidad de buscarte para lograr algún tipo de pacto con el sindicato de maestros. Manuel Camacho era uno de ellos, pero no el único. El caso es que cuando Andrés Manuel me preguntó qué opinaba yo de una reunión con Elba, le dije que si tal cosa ocurría, yo me iba: “Y conste, Andrés, ella me cae bien. Pero no vine aquí a ganar a cualquier precio, para eso mejor me quedaba donde estaba”.
Desde luego, apoyé, lo poquito que pude, a Alejandro Encinas, hombre de izquierda, en la elección de ayer en el Estado de México. Qué paliza nos dieron. A Alejandro, a Andrés Manuel, a mí y a todos los que buscamos el cambio político. Nos hicieron pedazos. Pero hay que seguirle. Porque los triunfadores, hoy los del PRI, en 2006 los del PAN, no tienen autoridad moral y, por lo mismo, son parte del problema y no de la solución; deben, pues, ser permanentemente combatidos.
Ahora viene el 2012. Estoy, desde luego, en el equipo de Andrés Manuel López Obrador. Me dicen que voy a perder. Me da igual. Porque, lo sé, llegará el momento en que alguien convierta tantas derrotas, las mías, que son las que conozco, y las de tantos otros, en la gran victoria que sacará a México del desastre en el que lo tienen hundido los eternos triunfadores.
Salgo ahora al aeropuerto de Madrid para volar a México. Seguiré redactando en el avión un texto sobre otro de esos hombres, imprescindibles, que con sus derrotas (la suya, personal, tristísima) tanto nos inspiran a los demás. Hablo de Javier Sicilia, el poeta que ya ha perdido lo más importante y que, a pesar de eso, con su ejemplo lucha por convencernos de que el optimismo es deseable y posible, que llegará el tiempo en el que las cosas cambien. Claro que llegará.
¿Qué opino de la derrota? ¡La amo! No solo porque estoy acostumbrado a ella, sino por digna, por bella, por atrevida, por atractiva y por las enseñanzas que me ha dejado.
“Mi novia, la tristeza”, dijo Agustín Lara. La mía, mi más leal amante, la que nunca me abandona, la que siempre me invita a visitarla y a cuyo lecho acudo en todas las ocasiones importantes, es la derrota. Siempre me ha acompañado y estoy agradecido y en deuda con tan hermosa señora. Porque no solo la victoria es linda, claro que no. Y, lo presumo, si la victoria es altanera y antipática, la derrota es humilde y agradabilísima, absolutamente sencilla.
La buena suerte quiso que yo estuviera al lado, muy cerca sin duda, del mejor político mexicano de la historia reciente. Fui testigo de aquel gran proyecto de cambio del año 1994. Pero llegó la mala suerte y, ¡carajo!, los enemigos de la democracia, priistas si mal no recuerdo, asesinaron a Luis Donaldo Colosio.
Estoy ahora en la ciudad de Madrid, España, que aprendí a querer y disfrutar, muchísimo, gracias al señor Francisco A. González, propietario de los diarios Milenio. En el año 2000, cuando este diario, que Pancho y yo planeamos y ejecutamos juntos, con la ayuda de otras personas –destacadamente mi amiga Enriqueta Medina–, él y yo visitamos Madrid con el propósito de buscar fortalezas, que hallamos, para nuestro producto editorial. Estuvimos aquí juntos muchas veces y la pasamos siempre de maravilla.
Hace años, en 2005, conocí la derrota en Milenio cuando tuve que dejarlo porque a Vicente Fox y a Santiago Creel les molestaba mi línea editorial, según ellos, demasiado entregada a la defensa de Andrés Manuel López Obrador en el proceso del desafuero.
Desde entonces, no he visitado Madrid con Pancho González (de hecho, ni nos hablamos ya: estamos peleados). Pero, más de un lustro después, en un restaurante que a Pancho le encanta y en el que él es muy querido, un gran restaurante, la Casa Lucio, un mesero viejo le dijo a uno joven: “Atiende bien a don Federico porque es amigo de don Francisco González, y aquí don Francisco manda”. Para qué le decía al mesero que Pancho es ahora, más bien, mi enemigo.
Y anoche, en un bar del Paseo de la Castellana, donde vi la derrota, ¡y qué derrota!, de Rafael Nadal frente a un tenista de no sé dónde cuyo apellido no he aprendido a pronunciar, tomé un par de cervezas con un amigo, cuyo nombre por prudencia no mencionaré, que me dijo: “Si el PRI gana, ¿entonces tú y Pancho la pasarán mal otra vez porque será una derrota más para Milenio que siempre está en la oposición?”. Pues no, señor, no es así. Atrasadísimo de noticias mi amigo, no sabe que la línea editorial de Pancho ya no pierde en las apuestas del poder. Desde que yo me alejé, Milenio es un diario ganador: ganó con Calderón, ha ganado ahora con Eruviel y, si las cosas siguen como van, ganará con Peña Nieto. Tuve que explicar que el novio de la derrota soy yo, que Pancho está casado con la victoria, bien por él.
Después de mi derrota en Milenio, me fui a otra causa perdida que, para muchos (no para mí) estaba ganada: la primera campaña electoral presidencial de Andrés Manuel López Obrador. El fraude nos arrasó. Anda ahora diciendo Elba Esther Gordillo que AMLO no se quiso reunir con ella en 2006 y que, ni modo, eso la obligó a irse a apoyar a Calderón. Pues no, doña Elba (les cuento que esta siempre victoriosa mujer siempre fue, en otro tiempo, más o menos mi amiga); claro que no, señora, Andrés no se iba a reunir contigo, aunque había en el equipo algunos influyentes políticos que a diario planteaban la necesidad de buscarte para lograr algún tipo de pacto con el sindicato de maestros. Manuel Camacho era uno de ellos, pero no el único. El caso es que cuando Andrés Manuel me preguntó qué opinaba yo de una reunión con Elba, le dije que si tal cosa ocurría, yo me iba: “Y conste, Andrés, ella me cae bien. Pero no vine aquí a ganar a cualquier precio, para eso mejor me quedaba donde estaba”.
Desde luego, apoyé, lo poquito que pude, a Alejandro Encinas, hombre de izquierda, en la elección de ayer en el Estado de México. Qué paliza nos dieron. A Alejandro, a Andrés Manuel, a mí y a todos los que buscamos el cambio político. Nos hicieron pedazos. Pero hay que seguirle. Porque los triunfadores, hoy los del PRI, en 2006 los del PAN, no tienen autoridad moral y, por lo mismo, son parte del problema y no de la solución; deben, pues, ser permanentemente combatidos.
Ahora viene el 2012. Estoy, desde luego, en el equipo de Andrés Manuel López Obrador. Me dicen que voy a perder. Me da igual. Porque, lo sé, llegará el momento en que alguien convierta tantas derrotas, las mías, que son las que conozco, y las de tantos otros, en la gran victoria que sacará a México del desastre en el que lo tienen hundido los eternos triunfadores.
Salgo ahora al aeropuerto de Madrid para volar a México. Seguiré redactando en el avión un texto sobre otro de esos hombres, imprescindibles, que con sus derrotas (la suya, personal, tristísima) tanto nos inspiran a los demás. Hablo de Javier Sicilia, el poeta que ya ha perdido lo más importante y que, a pesar de eso, con su ejemplo lucha por convencernos de que el optimismo es deseable y posible, que llegará el tiempo en el que las cosas cambien. Claro que llegará.
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